Sobre la pena de muerte (3/5), por Gengis Kant

nuevopatibuloEs hora de que sepan ustedes que todos los muertos, sin excepción, tienen la triste propiedad de estar verdaderamente muertos; tan muertos, que ni son capaces ni tienen la mínima gana de volver a la vida. Me refiero —no vaya a salir algún creyente a desmentirme— a la vida de verdad, a la que llevaba aquella nonagenaria que dudaba de que en el cielo fuera a estar tan bien como en Rentería. La muerte es irreversible, o, si lo prefieren, irremediable: no entraré en esas sutilezas.

Es comprensible que esa falta de remedio nos incline a descartar la pena de muerte entre la batería de los castigos legales. Pero hay algo que falla en esa razón. Su problema es que, por paradójico que parezca, tiene excesiva potencia crítica. Queriendo levantar una objeción contra la pena máxima, anula la legitimidad de cualquier sanción, por leve que sea. En efecto, no sólo la muerte es irremediable; lo es todo suceso ya pasado. Toda pena, una vez cumplida, ya no tiene remedio.

Y, si a alguien le diera por decir que en aquellos casos en los que no ha desaparecido la víctima del error judicial siempre cabe el remedio de la compensación, cosa que no sucede si aquélla fue ajusticiada, replico que basta la certeza que todos tenemos de que, dada la limitación del conocimiento humano, han tenido que darse, y siempre se darán, no pocos errores que nunca serán conocidos como tales, o al menos, y eso es suficiente para mi argumento, que no lo serán durante la vida de los perjudicados por los mismos, para que debamos tener igual certeza de que el riesgo de que un juez decida algo irremediable afecta a cualquier castigo.

Por tanto, si es la irremediabilidad lo que descalifica la pena de muerte, habría que eliminar, junto a ésta, toda posibilidad de sanción, lo que no creo que pretenda nadie.

Ya sólo me queda dar cuenta de un motivo que es probablemente el mejor motivo del mundo que han encontrado los opuestos a la pena de muerte: la marcha de la historia —ese magnífico mito— que nos llevaría, en volandas según unos y a base de enormes sacrificios según otros, a una progresiva dulcificación de las costumbres; también, de las penales. Hablaré, pues, del optimismo que ha creído ver cómo el espíritu ilustrado se mostraba a esta altura de los tiempos en su majestuoso esplendor.

Pero hoy no.

Escrito por Gengis Kant.

Sobre la pena de muerte (2/5), por Gengis Kant

electric-chairSeguro que ya han notado ustedes que la vida humana está de moda. También la de las ballenas, es verdad, pero ha quedado reservada para beneficio exclusivo de los hombres la idea de que su vida goza de una dignidad fuera de lo común. Hay propagandistas del hombre, propensos a la hipérbole, que no dudan en calificar la vida humana, también la del más inhumano de los hombres, nada menos que de sagrada.

Qué extraña ocurrencia la de calificar así algo tan frágil, tan efímero, como es la vida de los hombres. Sagradas acaso pudieran ser las vidas de Baal, Ceres, Osiris, Jehová, la Virgen del Rocío, siempre que no adolecieran del pequeño inconveniente de su irrealidad; pero afirmar que la vida del hombre es sagrada es, qué duda cabe, una exageración mayúscula.

Fundar la condena de la pena máxima en esa supuesta índole sacra de los hombres se expone a una refutación inapelable: la propia muerte del reo testificará que al menos él no era uno de los sagrados inmortales.

Quizá lo único que se quiere decir con esa fórmula hiperbólica es que nadie debe disponer de la vida de los demás, dado que todo hombre es un fin en sí mismo y que la pena de muerte atenta contra esa excepcional condición que adorna al ser humano. En este caso la fuerza de dicho planteamiento es anulada por su propio defensor, que está obligado a negar hasta la posibilidad lógica de arrancar a una persona una cualidad que previamente ha juzgado como consustancial a la misma.

Quien ve en la pena de muerte un atentado contra la dignidad humana cae en una contradicción: afirma por un lado que cada hombre está adornado por un atributo que le es tan íntimo y consustancial, que nada ni nadie puede robárselo, y por otro lado sostiene que la pena de muerte, al fin y al cabo un fenómeno humildemente empírico, tiene la capacidad de negar un atributo tan acorazadamente metafísico como la dignidad humana.

Quizá sea este el momento adecuado para confesar cuán problemática me parece la pretensión de dar con un atributo en el que fundar la inviolabilidad de la vida humana. Pues, una de dos: si buscamos tal fundamento en una característica propia de los hombres —¿y cuál más exclusiva de los mismos, por lo que se dice, que la racionalidad?—, nos topamos con una insalvable incongruencia, una inconmensurabilidad abismal entre esta característica y aquella inviolabilidad; pero, si queremos que la cualidad fundamental sea congruente con lo que pretende fundar —¿y qué fundamento más adecuado al respeto a la vida exigible a unos que el correlativo deseo de vivir de otros?—, entonces, dada la universalidad de tal deseo, el cual desborda con creces los límites humanos, debe quedar prohibido el sacrificio de toda forma de vida, por ínfima que nos parezca, lo que constituye un ideal seguramente santo y ciertamente imposible.

Por lo que se refiere a la primera de las dos opciones, sorprende que una consecuencia que suele derivarse de la racionalidad del hombre sea el deber incondicional de no atentar contra su vida. ¿Cómo no advertir ahí un salto fuera de toda lógica? De la creencia en la calidad racional de un individuo lo único que debería seguirse son las ganas de sostener un diálogo inteligente con el mismo; nada más. Hay la misma relación —es decir, ninguna— entre el derecho irrestricto a la vida y la índole racional de quien se atribuye ese derecho que la que hay entre el mismo derecho y, pongamos por caso, la verticalidad de ese individuo.

El mejor fundamento del respeto que debemos a la vida de un individuo cualquiera —y esto nos conduce a la segunda opción— parecería ser su deseo de vivir. Ahora bien, dado que ese deseo lo comparten con la humana todas las especies de seres vivos, parece derivarse de ahí nada menos que la exigencia de un respeto universal: exigencia tan sublime como irrealizable.

Si no lo han hecho antes, es hora de que estallen unos cuantos occidentales: “No estamos dispuestos a aguantar que, intentando cargarse usted un fundamento de la aversión a la pena de muerte, como es el de la dignidad de la vida humana, se lleve por delante tan tranquilamente, la inviolabilidad de la persona humana, que quedaría a merced de cualquier transeúnte.” Algo de razón tienen en su protesta, pues mis razónes prueban más de lo necesario. Pero ése no es un problema de mis razones, sino de los que perdemos el blindaje de la suprema dignidad de la persona humana.

Antes de dar por concluida esta reflexión, no quiero pasar por alto una defensa del castigo último que intenta beneficiarse del prestigio de la mencionada idea de la inconmensurable dignidad del hombre.

No hará mucho oí a un jurista norteamericano sostener que, en los casos de asesinato, es precisamente el respeto a esa dignidad humana —la de la víctima del crimen— el que exige que el asesino sea ejecutado: todo lo que no sea la muerte del criminal degradaría a su víctima. De este modo, una noción que comenzó sirviendo a la causa abolicionista parece servir también a los fines del bando contrario.

Sin embargo, no debe pasarse por alto que, si en el planteamiento abolicionista dicha noción gozaba de una manifiesta centralidad, ahora su lugar ha pasado a ser secundario; lo fundamental en esta defensa de la pena de muerte vuelve a ser la tesis de la proporción, en este caso entre el supremo atentado contra la dignidad humana en que consistiría todo asesinato y la muerte del autor.

Si el enemigo de la pena máxima decidiera prescindir de la idea de esa fantástica dignidad con que habría sido agraciado el hombre, es seguro que aún querrá tantear otras vías que le permitan justificar su hostilidad. Por ejemplo, recordando los casos de fatales errores judiciales que ya no admiten rectificación a causa de la muerte del reo. Esa irremediabilidad de la muerte, junto al hecho de ser decidida por seres que pueden errar en sus juicios, parece un argumento abrumador contra la pena capital.

Pero ya veremos que no es así.

Escrito por Gengis Kant.

Sobre la pena de muerte (1/5), por Gengis Kant

Garrote_Execution_-_1901El consenso logrado en España por los partidos con presencia parlamentaria contra la muerte legalmente inducida de individuos humanos pudiera hacer pensar en la impertinencia histórica de cualquier intento de tratar ahora dicha cuestión. Sin embargo, la certeza de que a ese general concierto parlamentario no lo acompaña una paralela unanimidad popular y de que a menudo el acuerdo de los partidos hace, respecto al deseo de la mayoría de la gente, más las veces de freno que de espejo, me ha animado a prestar atención a algunos de los argumentos más socorridos en torno a la pena de muerte.

Empezaré por uno favorable.

Se dice a veces que hay crímenes cuya extrema gravedad no admite en justicia otra pena que la muerte del criminal. Eso se dice sin caer en la cuenta de la enorme dificultad que presenta la tarea de determinar la exacta proporción entre el delito y el castigo. Que la sanción debe ser proporcional a la falta es una máxima universalmente admitida; el problema, sin embargo, surge cuando se quiere averiguar cuál es esa proporción.

Entre el delito y su castigo no hay ninguna conexión natural, que pudiera ser captada mediante una especie de intuición punitiva. Por más que la miremos por arriba y por debajo, por delante y por detrás, nunca podremos encontrar en una acción, a modo de cualidad suya, la sanción que le correspondería. La proporción entre ambas cosas, acción sancionable y acción sancionadora, es el resultado de un arbitrio humano que no consiente que razón alguna lo incline en una u otra dirección.

No se puede negar, sin embargo, que esa arbitrariedad es compatible con una cierta dosis de racionalidad. Toda proporción surge dentro de un sistema de relaciones, por muy rudimentario que sea éste. Para establecer una proporción entre dos términos, se necesitan otros; decir que A guarda cierta proporción con B sólo puede ser formulado diciendo que A es a B como C es a D. Conforme a ello, la relación entre un delito y una pena sólo puede darse en el contexto de las relaciones entre otros delitos y sus respectivas penas; sólo mediante la comparación con otros crímenes puede valorarse la mayor o menor gravedad de un determinado crimen, y sólo teniendo a la vista las penas asignadas a aquéllos cabe establecer la propia de éste. La proporción entre un delito y su sanción no es algo aislado; se da dentro de un código penal, el cual goza de aquella racionalidad mínima que lo diferencia de una colección dispersa y caótica de normas.

Naturalmente, se trata de una racionalidad meramente formal, dentro de un sistema cuyas premisas se establecen de un modo arbitrario. Añádase a ello que la misma adolece de una vaguedad tan grande, que no sirve de mucha ayuda a la hora de establecer el castigo adecuado a cada falta.

Ilustraré con un ejemplo hipotético lo que quiero decir. Si negar la omnisciencia del Omnisciente Tirano de Cochín hubiese merecido a ojos de algún remoto legislador una pena de diez millones de latigazos —por supuesto, no habría modo de justificar racionalmente la asignación a ese acto temerario y absurdo del cuantum de latigazos mencionado, pero eso no importa ahora—, es de suponer que negar dicha omnisciencia delante de inocentes niños exigiría un número mayor de latigazos, en congruencia con la mayor gravedad del delito.

¿Pero cuántos latigazos más?, ¿cómo se mide la diferencia entre los daños del escándalo en la madurez y en la infancia, único modo de fijar la diferencia en el rigor punitivo que debe corresponder a sendos delitos? ¿Y qué castigo habría que imponer a quien osara negar la omnisciencia del Omnisciente Prínciper Heredero de la Tiranía de Cochín?, ¿cómo se podría cuantificar la inferioridad del heredero respecto del rey, a fin de poder determinar con precisión la pena correspondiente? ¿O qué habría que hacer si lo negado, del rey o del príncipe, fuera la, sometida a discusión por la propia doctrina cortesana, Viril Brutalidad, en vez de la Calmada Omnisciencia?, ¿cómo se calcula la diferencia entre ambas dignidades?

Este caso hipotético permite entender cómo la formulación de una regla genérica de proporcionalidad no ayuda mucho a la hora de promulgar una concreta ley penal; la racionalidad formal, la mera sistematicidad de los códigos sancionadores resulta ser muy porosa, una deficiencia subsanada en Cochín mediante el expediente de rellenar los huecos bajo la guía del Sacro Colegio de Hermeneutas de la Real Gana.

De todo lo anterior se deduce que la afirmación, sin mayores precisiones, de que la única pena congruente con algunos crímenes es la muerte del criminal no tiene más fundamento que la voluntad de quien así se manifiesta. Pida el que haya decidido ser fiero halcón todas las penas capitales que guste, pero no pretenda hacernos creer en una proporción objetiva, intrínseca, entre algunos delitos y la pena de muerte.

Análogo error cometerán los que, optando por ser correctísimas palomas, aseguren que ningún delito es acreedor de la pena de muerte, si es que se basan en la idea de que, gracias no se sabe a qué facultad asombrosa, han sido capaces de captar la supuesta falta de congruencia entre cualquier delito y el castigo supremo. Al afirmar que no hay tal proporción entre ambos nos quieren convencer de que saben cuál es la pena ajustada a dicho delito, dando así por buena la tesis errónea de que existe un enlace natural entre los delitos y las penas.

Esta objeción deja indemnes a muchos enemigos de la pena de muerte, que no basan su rechazo tanto en la existencia de un sistema de correspondencias objetivas entre los delitos y las penas, en el que no se encontraría ninguna acción a la que le correspondiera la pena capital, cuanto en la creencia de que dicho castigo es un atentado contra la dignidad humana, dignidad de la que gozarían hasta los criminales más inhumanos.

Pero hoy no toca hablar de la dignidad. Eso, mañana.

Escrito por Gengis Kant.

En el seno de las olas del sentir

Lawrence«Parte del mal de mi relato puede considerarse inherente a nuestras circunstancias. Durante años convivimos juntos de cualquier manera en medio del desnudo desierto, y bajo un cielo indiferente. Durante el día, el caluroso sol nos abrasaba, y el viento batiente nos aturdía. Por la noche, el rocío nos empapaba, y las innúmeras estrellas nos reducían a un estado de vergonzosa pequeñez. Éramos un ejército autónomo, sin desfiles ni grandes gestos, dedicados a la libertad, el segundo de los credos del hombre, una finalidad tan voraz que consumía todas nuestras energías, una esperanza tan trascendente que nuestras anteriores ambiciones palidecían ante su brillo.

Según pasaba el tiempo, nuestra necesidad de luchar por tal ideal fue creciendo hasta convertirse en una forma de posesión que no admitía preguntas y que cabalgaba con espuelas y riendas sobre todas nuestras dudas. Quieras que no, acabó convirtiéndose en una fe. Nos habíamos sometido a su esclavitud, nos habíamos encadenado todos juntos en una cuerda de presos, inclinándonos reverentemente para servir a tan santa causa por las buenas o por las malas. La mentalidad de los esclavos comunes es algo terrible —han dejado atrás el mundo— y nosotros habíamos entregado, no sólo el cuerpo, sino también el alma, en aras de una opresiva sed de victoria. Por nuestra propia voluntad nos habíamos vaciado de toda moral, volición y responsabilidad, y éramos como hojas secas llevadas por el viento.

La inacabable batalla acabó por despojarnos del cuidado de nuestras propias vidas y de las de los otros. Llevábamos sogas al cuello, y sobre nuestras cabezas precios que mostraban las horribles torturas que el enemigo nos tenía preparadas en caso de prendernos. Cada día varios de los nuestros pasaban a mejor vida; y los aún vivos se sentían como simples marionetas en el tablado de Dios; en verdad, nuestra principal tarea era implacable, implacable, mientras nuestros desollados pies pudieran seguir marchando. Los débiles envidiaban a los que estaban lo bastante cansados para morir; ya que el éxito parecía tan lejano, y el fracaso una próxima y cierta—si bien tajante—liberación de la tarea. Vivíamos de continuo con los nervios tensos o flaqueantes, ya situados en la cresta o en el seno de las olas del sentir. Semejante estado de impotencia nos resultaba amargo, y nos hacía vivir sólo para el horizonte más inmediato, sin importarnos qué pudiéramos hacer o padecer, dado que las sensaciones físicas parecían ser tan evanescentes. Los arrebatos de crueldad, de perversidad o de lujuria recorrían la superficie de todos nosotros sin apenas turbarnos; ya que las leyes morales que parecían sobrevolar tan estúpidos accidentes parecían no ser más que leves palabras. Habíamos aprendido que había tormentos agudos, penas demasiado profundas y éxtasis demasiado elevados para que nuestros limitados yoes pudieran registrarlos. Cuando la emoción alcanza semejante clímax, el intelecto se opaca; y la memoria queda en blanco hasta que las circunstancias la despiertan de nuevo.

Tal exaltación del pensamiento, mientras el espíritu queda a la deriva, y adquiere licencia para tomar extraños vuelos, le hacía perder su viejo y paciente control sobre el cuerpo. Este resultaba demasiado tosco para poder sentir nuestras más fuertes penas y alegrías. Por ello lo abandonábamos como simple basura: lo dejábamos ahí abajo para que siguiera avanzando, como un simulacro vivo, en su simple nivel de desvalimiento, y sujeto a influencias que en tiempos normales a nuestros instintos hubieran evitado. Los hombres eran jóvenes y robustos; y su cálida carne y sangre inconscientemente clamaban por sus fueros y atormentaban sus vientres con extraños deseos. Nuestras privaciones y peligros atizaban aún más este calor viril, en medio de un clima tan torturante como pueda imaginarse. No disponíamos de lugares cerrados donde aislarnos, ni de espesas ropas con que esconder nuestra naturaleza. El varón en todos los sentidos convivía cándidamente con el varón.

El árabe era por naturaleza continente; y el uso universal del matrimonio había abolido casi por completo las relaciones irregulares en el interior de sus tribus. Las mujeres públicas de los escasos asentamientos con que nos tropezábamos en nuestras correrías apenas hubieran bastado para contentar a todo nuestro grupo, ni aún cuando sus carnes pintadas de almagre hubieran sido del gusto de hombres sanos y enteros. Horrorizados por tan sórdido comercio, nuestros jóvenes empezaron a satisfacer entre sí sus escasas necesidades, haciendo uso de sus propios y limpios cuerpos, frío recurso este que, por comparación, parecía asexuado y hasta puro. Posteriormente, algunos comenzaron a justificar tan estéril relación, y juraban que los amigos que compartían en la acogedora arena el estremecimiento que el íntimo y cálido entrelazo de los miembros provoca, hallaban oscuramente oculto en ello un correlato sensual de la pasión mental que soldaba nuestras almas y espíritus en un solo y llameante esfuerzo. Muchos, sedientos por castigar unos apetitos que no podían en modo alguno evitar, tenían salvajemente a gala el degradar sus cuerpos, ofreciéndose orgullosos a desempeñar cualquier papel que pudiera garantizar el dolor o la degradación física.

Yo fui enviado a estos árabes como un extraño, incapaz de imaginar sus pensamientos o suscribir sus creencias, pero encargado del deber de conducirlos y desarrollar al máximo cualquier movimiento suyo que pudiera ser provechoso para Inglaterra en la marcha de la guerra.»

T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia)Los siete pilares de la sabiduría. Biblioteca grandes viajeros. Ediciones B, 2007. Traducción de Alberto Cardín.
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Un gran instinto para lo deplorable

BrysonThomas Middley era ingeniero y el mundo habría sido sin duda un lugar más seguro si se hubiese quedado en eso. Pero empezó a interesarse por las aplicaciones industriales de la química. En 1921, cuando trabajaba para la General Motors Research Corporation en Dayton (Ohio), investigó un compuesto llamado plomo tetraetílico (conocido también equívocamente como tetraetilo de plomo) y descubrió que reducía de forma significativa el fenómeno de trepidación conocido como golpeteo del motor.

Aunque era del dominio público la peligrosidad del plomo, en los primeros años del siglo XX podía encontrarse plomo en todo tipo de productos de consumo. Las latas de alimentos se sellaban con soldadura de plomo. El agua solía almacenarse en depósitos recubiertos de plomo. Se rociaba la fruta con arseniato de plomo, que actuaba como pesticida. El plomo figuraba incluso como parte de la composición de los tubos de dentífricos. Casi no existía un producto que no incorporase un poco de plomo a las vidas de los consumidores. Pero nada le proporcionó una relación mayor y más íntima con los seres humanos que su incorporación al combustible de los motores.

El plomo es neurotóxico. Si ingieres mucho, puede dañarte el cerebro y el sistema nervioso central de forma irreversible. Entre los numerosos síntomas relacionados con la exposición excesiva al plomo se cuentan la ceguera, el insomnio, la insuficiencia renal, la pérdida de audición, el cáncer, la parálisis y las convulsiones. En su manifestación más aguda produce alucinaciones bruscas y aterradoras, que perturban por igual a víctimas y observadores, y que suelen ir seguidas del coma y la muerte. No tienes realmente ninguna necesidad de incorporar demasiado plomo a tu sistema nervioso.

[…]

Cuando empezaron a difundirse rumores sobre los peligros del nuevo producto, el optimista inventor del etilo, Thomas Midgley, decidió realizar una demostración para los periodistas con el fin de disipar sus inquietudes. Mientras parloteaba sobre el compromiso de la empresa con la seguridad, se echó en las manos plomo tetraetílico y luego se acercó un vaso de precipitados lleno a la nariz y lo aguantó sesenta segundos, afirmando insistentemente que podía repetir la operación a diario sin ningún peligro. Conocía en realidad perfectamente las consecuencias que podía tener el envenenamiento con plomo. Había estado gravemente enfermo por exposición excesiva a él unos meses atrás y, a partir de entonces no se acercaba si podía evitarlo a donde lo hubiese, salvo cuando quería tranquilizar a los periodistas.

[…]

Animado por el éxito de la gasolina con plomo, Midgley pasó luego a abordar otro problema tecnológico de la época. Los refrigeradores solían ser terriblemente peligrosos en los años veinte porque utilizaban gases insidiosos y tóxicos que se filtraban a veces al exterior. Una filtración de un refrigerador en un hospital de Cleveland (Ohio) provocó la muerte de más de cien personas en 1929. Midgley se propuso crear un gas que fuese estable, no inflamable, no corrosivo y que se pudiese respirar sin problema. Con un instinto para lo deplorable casi asombroso, inventó los clorofluorocarbonos, o los CFC.

Raras veces se ha adoptado un producto industrial más rápida y lamentablemente. Los CFC empezaron a fabricarse a principios de la década de los treinta, y se les encontraron mil aplicaciones en todo, desde los acondicionadores de aire de los automóviles a los pulverizadores de desodorantes, antes de que se comprobase medio siglo después que estaban destruyendo el ozono de la estratosfera. No era una buena cosa, como comprenderás.

El ozono es una forma de oxígeno en la que cada molécula tiene tres átomos de oxígeno en vez de los dos normales. Es una rareza química, porque a nivel de la superficie terrestre es un contaminante, mientras que arriba, en la estratosfera, resulta beneficioso porque absorbe radiación ultravioleta peligrosa. Pero el ozono beneficioso no es demasiado abundante. Si se distribuyese de forma equitativa por la estratosfera, formaría una capa de sólo unos dos milímetros de espesor. Por eso resulta tan fácil destruirlo.

Los clorofluorocarbonos tampoco son muy abundantes (constituyen aproximadamente una parte por cada mil millones del total de la atmósfera), pero poseen una capacidad destructiva desmesurada. Un solo kilo de CFC puede capturar y aniquilar 70.000 kilos de ozono atmosférico. Los CFC perduran además mucho tiempo (aproximadamente un siglo como media) y no cesan de hacer estragos. Son, por otra parte, grandes esponjas del calor. Una sola molécula de CFC es aproximadamente diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero que una molécula de dióxido de carbono… y el dióxido de carbono no es manco que digamos, claro, en lo del efecto invernadero. En fin, los clorofluorocarbonos pueden acabar siendo el peor invento del siglo XX.

Midgley nunca llegó a enterarse de todo esto porque murió mucho antes de que nadie se diese cuenta de lo destructivos que eran los CFC. Su muerte fue memorable por insólita. Después de quedar paralítico por la polio, inventó un artilugio que incluía una serie de poleas motorizadas que le levantaban y le giraban de forma automática en la cama. En 1944, se quedó enredado en los cordones cuando la máquina se puso en marcha y murió estrangulado.

Bill Bryson. Una breve historia de casi todo. Edición especial ilustrada. RBA, 2006.
(Hay varias ediciones, incluida una de bolsillo).
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Nunca discutas con un estúpido

allegro«Esencialmente, los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido. Una persona inteligente puede entender la lógica de un malvado. Las acciones de un malvado siguen un modelo de racionalidad: racionalidad perversa, si se quiere, pero al fin y al cabo racionalidad. El malvado quiere añadir un «más» a su cuenta. Puesto que no es suficientemente inteligente como para imaginar métodos con que obtener un «más» para sí, procurando también al mismo tiempo un «más» para los demás, deberá obtener su «más» causando un «menos» a su prójimo. Desde luego, esto no es justo, pero es racional, si uno es racional puede preverlo. En definitiva, se pueden prever las acciones de un malvado, sus sucias maniobras y sus deplorables aspiraciones, y muchas veces se pueden preparar las oportunas defensas. Con una persona estúpida todo esto es absolutamente imposible. Tal como está implícito en la Tercera Ley Fundamental*, una criatura estúpida os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables y más impensables. No existe modo alguno racional de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque. Frente a un individuo estúpido, uno está completamente desarmado. Puesto que las acciones de una persona estúpida no se ajustan a las reglas de la racionalidad, de ello se deriva que:

a) generalmente el ataque nos coge por sorpresa;

b) incluso cuando se tiene conocimiento del ataque, no es posible organizar una defensa racional, porque el ataque, en sí mismo, carece de cualquier tipo de estructura racional.

El hecho de que la actividad y los movimientos de una criatura estúpida sean absolutamente erráticos e irracionales, no sólo hace problemática la defensa, Sino que hace extremadamente difícil cualquier contraataque —como intentar disparar sobre un objeto capaz de los más improbables e inimaginables movimientos. Esto es lo que tenían en la mente Dickens y Schiller al afirmar el uno que «con la estupidez y la buena digestión el hombre es capaz de hacer frente a muchas cosas», y el otro que «contra la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano».

Hay que tener en cuenta también otra circunstancia. La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está inhibido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente.»

*NOTA. La Tercera Ley Fundamental de la Estupidez dice: «Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.»

Las leyes fundamentales de la estupidez humana, en Carlo Maria Cipolla. «Allegro ma non troppo». Crítica, 2001
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Una sinfonía incomprensible

Solaris«La mente humana no puede absorber sino pocas cosas a la vez; vemos sólo lo que ocurre ante nosotros, aquí y ahora; no podemos concebir simultáneamente una sucesión de procesos, ni siquiera procesos concurrentes o complementarios. Nuestras facultades de percepción son también limitadas, aun ante fenómenos relativamente simples. El destino de un hombre puede estar henchido de significado; el de algunos centenares no tanto; pero la historia de miles y millones de hombres nada significa, en el sentido literal del término. La simetríada es un millón, no, mil millones, elevados a la n potencia: lo incomprensible. Exploramos unos vastos recintos —cada uno con una capacidad de diez unidades de Kronecker—, nos arrastramos como hormigas, aferrados a las grietas de las bóvedas, observando el inmenso despliegue; opalescencias grises a la luz de nuestros proyectores, cúpulas leves que se entrecruzan y equilibran infaliblemente, perfección de un instante, pues todo aquí pasa y se extingue. La esencia de esta arquitectura es un movimiento sincronizado y orientado hacia una meta precisa. Nosotros no observamos sino un fragmento del proceso, la vibración de una sola cuerda en una orquesta sinfónica de supergigantes; sabemos —y nos parece inconcebible— que arriba y abajo, en abismos vertiginosos, más allá de los límites de la percepción y la imaginación, millares y millones de transformaciones operan simultáneamente, ligadas entre sí como en un contrapunto matemático. Alguien ha hablado de sinfonía geométrica; pero no tenemos oídos para ese concierto.»

Stanislaw Lem. «Solaris». Minotauro, 1998. Traducción de Matilde Horne y Francisco Abelenda.

Tan gran desvarío

«Camul es una gran tierra en la provincia de Tanguth, que está sometida al Gran Kan, poblada de ciudades y muchas villas. Está situada Camul entre dos desiertos, a saber, el gran desierto antedicho y otro que tiene de longitud tres jornadas. Hay en esta comarca alimentos en abundancia, tanto para sus habitantes como para todos los viajeros. Los hombres de aquella región tienen su propia lengua y son muy regocijados, pues parece que no hacen otra cosa sino divertirse y solazarse. Son idólatras, y están tan trastornados desde antiguo por sus ídolos que, cuando un viajero de paso por allí se hospeda en casa de alguien de Camul, éste lo recibe con júbilo y ordena a su mujer y a toda su familia que le obedezcan sin rechistar todo el tiempo que quiera alojarse en su mansión. Dicho lo cual, se va el señor de la casa para no volver mientras el huésped quiera morar en su domicilio, y la desdichada esposa de aquel hombre debe acatarlo en todo como a su marido. Las mujeres de aquella comarca son hermosas en extremo, pero todos sus maridos están cegados por sus dioses con la locura de considerar un honor y un provecho que sus cónyuges se prostituyan a los viandantes. En el tiempo en que reinó Monghu, el Gran Kan universal de todos los tártaros, al oír tan gran desvarío de los hombres de Camul, les ordenó que en adelante no se atreviesen a consentir cosa tan detestable, sino que velasen más bien por el honor de sus mujeres y proveyesen a todos los viandantes de posadas públicas, para que en el futuro el pueblo de aquella región no quedase mancillado por tamaña deshonra. Los hombres de la provincia de Camul, enterados del mandato del monarca, se entristecieron sobremanera y le enviaron embajadores de nota con dineros, pidiéndole acuciantemente que revocase ese edicto tan grave, ya que habían recibido de sus antepasados la tradición de que, mientras dispensasen semejantes mercedes a sus huéspedes, obtendrían el favor de sus dioses y la tierra produciría siempre abundosos frutos. El rey Monghu, cediendo a su insistencia, revocó la orden diciendo: “Procuré mandaros lo que me cumple; pero desde el momento que tan vitando y execrable oprobio lo recibís como un honor, quedaos con esa deshonra que deseáis”. Los enviados, al regresar con la carta de revocación, devolvieron la alegría a todo el pueblo, que se había sumido en la tristeza. Así pues, guardan hasta el día de hoy esa costumbre detestable.»

El libro de Marco Polo. Capítulo 46.

Romanticismo (apuntes para una enciclopedia que no voy a escribir)

John_Henry_Fuseli_-_The_NightmareRomanticismo. Revolución cultural reaccionaria surgida en Alemania a finales del siglo XVIII, que se propagó como una peste por Europa y América a lo largo de los siglos XIX y XX, cuya característica principal es el descrédito de la razón y la exaltación del sentimiento. El Romanticismo reniega de la tradición del Clasicismo y de los principios universalistas de la Ilustración y descubre contravalores antisistémicos. Así, frente al pensamiento crítico y racional, reivindica el sentimiento personal y la evocación; frente a la tradición clásica y el cánon, la originalidad y la creatividad; frente a lo universal y común, lo individual y diferente; frente al absolutismo ilustrado, el liberalismo; frente a la nación, el pueblo; frente a lo artificial, lo natural; frente a lo real, la fantasía y el sueño. El Romanticismo proclamó como ideal existencial la rebeldía frente a lo instituido, actitud que, creativamente, ha sido liberadora, productiva y asombrosa. Sus grandes aportaciones icónicas son el Rebelde —cuyo ímpetu agónico y su choque contra lo real y lo instituido lo transforma en el Suicida— y el Monstruo, encarnación de todos los males producidos por la ciencia y la razón*; ambos iconos casi convergen en la figura modernísima y desmesurada del Artista. Su anticientifismo ha alumbrado la reacción ecologista y el renacer del ocultismo, las medicinas fantásticas y las pseudociencias. En política, su producto más tóxico y persistente es el nacionalismo. El Romanticismo, a pesar de las numerosas reacciones racionalistas, formalistas y de otros tipos que lo han combatido, sigue siendo el paradigma cultural dominante.

* El Rebelde-Suicida sigue siendo el modelo que consumen con fruición los artistas y adolescentes (perdón por el pleonasmo), desde Byron y Larra hasta Jim Morrison y Kurt Kobain, con parada y fonda en El Che. El Monstruo producido por la ciencia es, por antonomasia, el Frankenstein de Mary Shelley, aunque el más grande, el que reivindica la naturaleza, la autoctonía y la vida tradicional frente al horror de la ciencia, la masificación y la superpoblación sea el enorme Godzilla.

NOTA. Naturalmente, quien esto escribe ha pasado la mayor parte de su vida contaminado por el virus romántico —aunque en su versión más benévola— sin que hasta el momento hayan remitido muchos de los síntomas de la enfermedad. A quien necesite ejemplos le bastará con rastrear el título y el motivo del cuadro que ilustra esta entrada (Nachmahr, ‘La pesadilla’, de Henry Fuseli) entre los poemas de ‘Perro por ti’. De esta infección sólo han logrado salvarme, en parte, los únicos ‘ismos’ que han sabido enfrentarse al romanticismo en el campo de juego sentimental con cierto éxito: el humorismo, el cinismo y el erotismo.

Escrito por: Perroantonio

Los viernes musicales (I)

Perroantonio anda hoy de maniobras y me pide no sé qué de un autor japonés que no me ha dado tiempo a apuntar porque no me funciona el teletexto. Hago lo que puedo. Así que intentando imitar su habitual intensidad intelectual (juas), les propongo una mirada divergente al mundo del mambo*.

Con ustedes, Pachinko, el gran éxito de los años 90 de los Panorama Mambo Boys, un grupo formado por González Suzuki, Comoestá Yaegashi y Paradise Yamamoto (entre cuyas grandes aportaciones a la cultura mundial está la de ser el primer Santa Claus oficial de Japón y el inventor del mambonsai, una atrevida combinación del arte del bonsai y la estética mambo).

Otro gran hit, Sonoda Ruriko, de Paradise Yamamoto & Tokyo Latin Mood Deluxe.

Para finalizar, y para que vean que yo también sé ponerme cultureta si me lo propongo, Baby Portable Rock de Pizzicato Five.

Ahora descubran por sí mismos a Soul Bossa Trio y averigüen qué tienen en común todos estos grupos. No les servirá de nada, pero quizá se lo pasen bien.

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*(Con especial dedicasión a la muchachada de Radio 3 de RNE, que me han alegrado la mañana y me han transportado a Japón.)