Pro política

En el momento en el que empiezo a tener alguna idea muy clara sobre como resolver algún problema de la humanidad en general y mío en particular, me doy una ducha fría. Es un método magnífico. Baja de inmediato la temperatura corporal, se cierran los poros y el resto de orificios, y se sufre un espabilamiento general inmediato. Misteriosamente, mis grandes ideas suelen arrugarse a la misma velocidad con la que se encogen otros de mis notables atributos.

Si el método no funciona y la idea sigue indemne, me asomo a alguna de esas páginas que calculan, en tiempo real, la población mundial. En worldclock.com, por ejemplo, desde que he empezado a escribir hasta llegar a esta frase, la población ha pasado de 7.090.766.064 personas a 7.090.766.945. O escribo más rápido o copulan ustedes menos, porque lo nuestro ya está alcanzando niveles víricos.

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Pásen a ÇhøpSuëy. FANZINE ON THE ROCKS

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Philosophes

enciclopedistasSe llamaban philosophes, pero no eran pensadores solitarios que crearan sistemas de difícil comprensión; antes bien, escribieron elegantes ensayos dirigidos al gran público, sátiras, interesantes novelas e ingeniosos diálogos. Eran escritores que filosofaban y se llamaban Diderot, D’Alembert, Holbach, Helvétius y —el maestro de todos ellos—, Francois Arouet, conocido como Voltaire.

Estos philosophes anticiparon la figura del intelectual: un tipo sin lealtad a nada, excepto a su propia razón; crítico frente a la autoridad, sobre todo frente a los poderosos; burlón, satírico, polemista y desenmascarador. No era un erudito, su preocupación era el presente; no era un académico, su estilo era periodístico. Se interesaba por las absurdas acciones de los gobiernos y por los defectos de la sociedad. Aclamaba a la razón y la convertía en el tribunal supremo de la entera organización social. Estos intelectuales declararon la guerra a los mitos, los dogmas y las supersticiones: consideraron a la Iglesia como la representante del oscurantismo, y para ellos el cristianismo era especialmente absurdo.

Así, con su irreverencia los philosophes transformaron desde París el clima intelectual de Europa, calando tan profundamente en la cultura como anteriormente lo había hecho la Reforma, algo que exigía una nueva síntesis.

Entre 1745 y 1746, los editores se unieron para compilar todo el saber de la época en una enciclopedia. Inicialmente, ésta no debía ser más que una edición francesa de la Cyclopaedia inglesa de Chambers (1711). Pero, tiempo después, uno de los philosophes recibió el encargo de editar un diccionario enciclopédico: Denis Diderot. Hasta ese momento, este intelectual sólo era conocido por sus escritos subversivos y por la novela en la que los órganos sexuales de una dama cuentan sus aventuras (Joyas indiscretas, 1748). Ahora tenía que lograr que su famoso amigo Jean d’Alembert pusiera su espíritu y su pluma al servicio de la Enciclopedia. Cuando empezaron a trabajar, se olvidaron de Chambers y, partiendo de las facultades fundamentales del hombre, elaboraron un nuevo mapa del saber: una historia para la memoria, una ciencia para la filosofía, una teología para la razón, una literatura para la imaginación, etcétera. La idea rectora era la naturaleza: de ella se extrajo el programa de una religión natural, de una filosofía natural, de una ética natural y de una psicología natural En un tratado introductorio, D’Alembert desarrollaba todo esto con tanta elocuencia y tanta confianza en la fuerza de la razón que este texto es uno de los escritos más importantes de la prosa francesa. Los héroes y principales puntos de referencia de la Enciclopedia fueron Francis Bacon y John Locke.

Cuando aparecieron los primeros volúmenes, la censura se lanzó sobre ellos, pero gracias al apoyo de la amante del rey, Madame de Pompadour, y de otras personas Diderot y D’Alembert pudieron reanudar su trabajo. La censura previno al público, con el resultado de que el número de abonados creciera, pasando de mil a cuatro mil. El tercer volumen se ocupaba, entre otras cosas, de las contradicciones en que incurría la Biblia, e introducía la duda allí donde antes estaba la fe. Posteriormente, Voltaire se unió a los autores y se ocupó de la letra E, escribiendo artículos dedicados a la Elegancia, la Elocuencia y el Espíritu. Pero fue Diderot quien escribió el «metaartículo» titulado Enciclopedia, probablemente el mejor, y sin duda el más extenso del diccionario. En esta aportación, Diderot vuelve a explicar el propósito de la Enciclopedia y anuncia la futura revolución del saber.

La aparición de cada uno de los volúmenes causaba sensación en toda Europa. La Iglesia y la corte estaban indignadas, y la obra fue prohibida una y otra vez. El Papa la condenó y a Federico II el Grande le honra el haberle ofrecido su patrocinio en Berlín. El último volumen aparece en 1765; para entonces ya habían aparecido siete ediciones pirata, la mayoría en Suiza. En total se hicieron cuarenta y tres ediciones en veinticinco países. En muchos hogares burgueses la Enciclopedia sustituyó a la Biblia; por la noche, las familias se reunían para leer un artículo; se fundaron asociaciones dedicadas a su estudio.

La Enciclopedia es un monumento de la Ilustración. Contribuyó decisivamente a erradicar el viejo orden y a preparar la Revolución. Su objetivo era sustituir a la religión por la ciencia y a la fe por la razón.

Dietrich Schwanitz. La Cultura. Todo lo que hay que saber. Taurus, 2002.

La nabalidad

El cuadro «The banality of the banality of evil» que Banksy, el grafitero más famoso del mundo, había adquirido en una tienda de segunda mano y había tuneado hasta conseguir que alcanzara un precio astronómico, fue robado hace unas horas y devuelto posteriormente embalado y en perfecto estado; más o menos.

El cuadro, que había sido «repintado» y retitulado por Banksy como «The banality of the banality of evil» (La banalidad de la banalidad del mal), había alcanzado un precio de 310.400 dólares (227,500 dólares) en una subasta para reclamar fondos para un proyecto contra el sida.

Tras su robo y posterior devolución, y vuelto a titular como «El despertar de la raza aria tras larga siesta con ÇhøpSuëy naciente», ha alcanzado en una nueva subasta la despreciable cifra de 714.248 dólares con tres centavos y un billete de metro.

Bansky, aunque no ha podido ser entrevistado porque nadie lo conoce, ha negado la autoría de esta intervención sobre su obra y la ha calificado de «broma pesada realizada por algún imbécil o dos, sin criterio estético ni social ni amor a la humanidad».

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El azúcar es culpable

Equipo fútbol los gordos 1958El hecho de que nos pasemos horas tumbados en un sofá viendo la televisión no significa que los programas sean muy interesante, mas bien tiene que ver con el hecho de que lo solemos hacer después de haber comido. Particularmente los alimentos dulces ejercen un efecto placentero sobre los mismos receptores cerebrales donde actúan diferentes drogas adictivas (ello explica el “craving” que nos lleva a comer chocolate o galletas a deshoras), lo cual contribuye a la somnolencia postprandial. Lo malo es que los alimentos dulces excitan la producción de insulina y al cabo de no mucho tiempo se vuelve a tener la necesidad de ingerir más alimentos dulces. Pero lo peor no es eso, sino que al haber suficiente glucosa en sangre no se consumen las reservas de glucógeno que almacenan músculos e hígado, ni por supuesto la grasa acumulada. Es decir, no se adelgaza, o lo que es peor, se engorda almacenarse el exceso de hidratos de carbono en forma de grasa.

En una dieta de un adulto que practique ejercicio físico moderado tienen cabida el azúcar y el alcohol, pero en cantidades tan pequeñas que es muy complicado ceñirse a ellas. El azúcar de caña (sucrosa) está compuesto a partes iguales de glucosa y fructosa, pero mientras aquella llega a la sangre directamente, la fructosa se metaboliza en el hígado donde se convierte en quilomicrones (grasa), es decir, no tiene un efecto nutritivo directo como la glucosa sino que se almacena. Son las llamadas calorías vacías, igual que las que aporta el alcohol. Podemos considerar por tanto a la fructosa y al alcohol, a partir de determinada dosis , como un “veneno” para nuestro organismo. Esto no es nada extraño, pasa con todas las sustancias incluso con el agua. Lo malo es que en este caso el dintel es bastante bajo.

¿Cuánto azúcar debemos consumir al día? Según la American Heart Association como máximo seis cucharaditas las mujeres y nueve los hombres. Parece una cantidad razonable, incluso excesiva, pues permite tomarte entre seis y nueve cafés con azúcar a día. Pero eso sería si no ingiriéramos azúcar en el resto de alimentos, ni tampoco alcohol. Una bote de Coca-Cola, un yogur de frutas desnatado (de 225 gr.) o dos manzanas rojas grandes equivalen ya a seis cucharadas de azúcar. Eso significa que consumimos cantidades ingentes sin saberlo, hasta la cerveza sin alcohol lleva azúcares, por no hablar de los alimentos reforzados con fructosa, la parte potencialmente tóxica del azúcar. Así, el consumo medio puede estar alrededor de las veinte cucharaditas al día. Un disparate para nuestra salud, particularmente si no se hace deporte. Semejante ingesta de azúcares necesita un ejercicio muy intenso, al alcance de muy pocas personas, para no engordar e ir generando un síndrome metabólico.

¿Qué dieta hemos de hacer para limitar la ingesta de azúcares? Existen múltiples posibilidades. Describiré la que a mí me ha permitido bajar de peso paulatinamente, cierto que un contexto de ejercicio físico medio-alto .

  • Desayuno: café con leche completa y sacarina. Un panecillo integral con aceite de oliva o Corn Flakes Classics.
  • Comida: un zumo de futas grande y una ensalada.
  • Cena: un plato de verduras, un plato de proteínas animales (carne, pescado, huevos). Una copa de vino tinto.

Se pueden hacer un par de excepciones a la semana en comida o cena. No se debe tomar nada entre horas excepto frutos secos e infusiones.

No nos engañemos, hacer esta dieta es una putada, y no digamos si encima hay que hacer ejercicio. La contrapartida es una mejoría significativa de la salud y de nuestro aspecto físico. Supongo que no debe merecer la pena, basta echar un vistazo a nuestro alrededor.

Referencia: Sugar love: A not so sweet tale. Rich Cohen. National Geographic. Vol.224(2): 2013

Cortesía de Marquesdecubaslibres

Maigret en Vichy

maigretCalificar a George Simenon como un escritor de novelas policíacas es un gran error. Simenon es uno de los grandes novelistas del siglo XX y el personaje del inspector Maigret no es mas que una disculpa para sondear los abismos del alma. Simenon escribió en los años 60 su “Maigret en Vichy”, donde nos presenta a un comisario con solo 53 años pero con tales achaques que su médico le manda a Vichy a tomar las aguas. Por la descripción parece obvio que Maigret, un hombre robusto y muy activo, presenta los primeros síntomas de lo que hoy llamaríamos un síndrome metabólico. Ha sido un gran fumador de pipa, gran bebedor de vino, cerveza y pastís, y amigo de los guisos fuertes. Su médico le prescribe una cura de 21 días que incluye caminar al menos 5 km al día, suprimir el alcohol, ponerse a dieta y beber aguas medicinales en grandes cantidades. Hoy sabemos que Maigret, nuestro héroe, un hombre de inteligencia prodigiosa, se ha estado suicidando lentamente con sus excesos dietéticos. Sabemos también que la cura prescrita de 21 días sería inútil, que tal cura debería ser de por vida y probablemente necesitaría añadir un antihipertensivo y hipocolesteriomante como prevención primaria de una enfermedad a cardiovascular.

Han pasado 50 años desde que Maigret fue a Vichy, y sin embargo personas tan inteligentes como él sigue cometiendo los mismos errores de estilo de vida. El mundo occidental está formado mayoritariamente por una biomasa que sigue fumando (cierto que menos que en época del comisario), bebiendo inmoderadamente, comiendo azúcares y grasas sin control y haciendo escaso ejercicio. Todo ello nos ha llevado a una epidemia de enfermedades cardiovasculares de grandes proporciones pese a que se ha avanzado muchísimo en su tratamiento.

¿Cuáles son las causas de este comportamiento irracional? No podemos argumentar que es por falta de información, todo el mundo sabe que estar obeso es malo para la salud. Sin embargo, por poner dos ejemplos, Vicente del Bosque y Oriol Junqueras pasean su oronda naturaleza sin pararse a pensar el mal ejemplo que dan. Incluso del Bosque se permite hacer un anuncio que avisa de los peligros del colesterol. Parece evidente que el ser humano tiene una tendencia irrefrenable a hacer cosas que le perjudican, a comportarse irracionalmente. La biomasa no se conforma con fumar y beber sin control, sino que gusta también de afiliarse a partidos políticos, seguir credos nacionalistas, acudir a conciertos de música popular o a eventos deportivos multitudinarios, bien sea en directo o en pantalla gigante mientras bebe cerveza y come patatas fritas. Pareciera que nos abocamos a un suicidio colectivo.

Cortesía de Marquesdecubaslibres

¿Para qué viajamos?

DSCN0770 - Mont Saint-Michel-001Hace unos años, en una de las decisiones más estúpidas de mi vida (y han sido miles) decidí no volver a viajar con cámara de fotos. Pasé a ser uno de esos turistas sin mapa, sin botellín de agua y sin cámara que se confunden con la población local. Es cierto que aumenta ligeramente la comodidad y que los nativos intentan entablar conversación, pero el precio es muy alto: la información no se queda fijada en el cerebro. Por culpa de esa decisión he olvidado o confundido varios viajes importantes, ya no puedo rememorar las caras de las personas y supongo que se han perdido para siempre imágenes y conversaciones. Algo parecido a lo ocurrido con la memoria de mi juventud, de donde se han borrado rostros y personas, algunas muy amadas, a quienes no he vuelto a ver.

¿Para qué viajar? La respuesta es demasiado obvia: para estar en otro sitio. O quizá, mejor: para estar en otro momento. El viaje produce el efecto de situarnos en un espacio intemporal que relaja las preocupaciones, quita importancia a las noticias y pone en su lugar nuestro papel en el mundo: irrelevante.DSCN0628 - Carnac-001

Pero tengo una respuesta mejor. Viajamos para almacenar recuerdos y emociones, como esos replicantes de Blade Runner, que se hacían con fotografías de un pasado falso para tener soporte de sus recuerdos implantados y poder fingir sentimientos. Por eso es tan apropiado que las basurillas turísticas que adquirimos en nuestros viajes se llamen así precisamente, recuerdos. Creo que fue Hume quien dijo que nuestra percepción consiste en una serie de recuerdos inconexos unidos por la imaginación; probablemente eso es una vida.

Casi con toda seguridad acabaré olvidando que me confundí de manguera al llenar el depósito del coche, que casi salto en bolas a la calle por una alarma de incendios en medio de la noche o que nos perdimos en un bosque para toparnos con media docena de guiones de codorniz bebiendo en una fuente. Pero jamás olvidaré los dólmenes de Carnac o a los amantes de Saint Michel.

Kipling 82-89, por Ricardo M. López Bella

Corría el año1982 y concretamente se aproximaban las vacaciones de Semana Santa, oasis en la complicada existencia del bupero que yo era entonces (¡ay, que después vendría la vida entera con todo su peso), aunque para ser sincero no corrían los días, pues en mi infancia y adolescencia muchos de estos eran deliciosamente calmos y quizás así los percibía por contraria razón a lo que pensaban muchos de mis coetáneos y es que yo nunca tuve prisa por llegar a ser adulto y, supuestamente, tomar el control de mis actos y hacer “cosas de mayores” del tipo que fueran. De hecho y en la actualidad, no me he acostumbrado a ser adulto, sea cual sea la naturaleza de tal expresión, y como consecuencia de lo anterior, buena parte de mi existencia se puede contar como una acumulación de hechos calamitosos. Para colmo, tengo la desagradable y desesperante sensación, desde que regresé del Servicio Militar, periodo que marcaba para muchos el inicio de la plena madurez masculina, de que los días se esfuman, burlona o estúpidamente, según la ocasión. Bueno, pues transcurría el antedicho año y las susodichas vacaciones estaban al caer, cuando mi madre recibió y transmitió la noticia a la unidad familiar de que su hermana pequeña, la tía P., además de padecer un cáncer intestinal, debía ser operada del mismo con cierto riesgo para su vida. Evidentemente estas no fueron las palabras utilizadas por mi hacedora, pero son las más cercanas y sirven bien a este escrito.

Mi tía vivía en Madrid, en un piso de un bloque-colmena de la periferia sur con otra hermana, la tía J. y los viejos acordaron que mi madre debía estar allí en momentos tan delicados y que yo la acompañaría. La inclusión de mi persona en esta expedición tenía como fundamento servir de lazarillo a otra funcionalmente semianalfabeta cual era mi madre. Hacía algunos años que se me asignaban estas tareas de acompañamiento y otras de las que mi hermano hábilmente se había liberado y que consistían en visitar el nicho familiar, el día de difuntos, donde se encontraban los restos de mi tío J., que regentaba la pensión donde mi madre echaba una mano y ennovió con mi padre; hacer de porteador los sábados de las vacaciones escolares desde el mercado de Santa Catalina hasta casa con parte de la compra semanal; escribir las postales y cartas con todo tipo de felicitaciones a los familiares de cualquier nivel de consaguinidad, ya fueran cumpleaños, onomásticas, navidades y años nuevos, aunque estas últimas festividades fueron recortadas cuando mis padres las seleccionaron para la vía telefónica.

Ante la perspectiva del viaje y la estancia, la única previsión que se me ocurrió cumplir, fue la de escoger un libro aun sin saber que pudiera tener algunas horas de ocio, además de las que ocuparían el trayecto del tren más directo a la antigua capital imperial, pues uno nunca sabe cuanto tiempo puede consumir la agonía de otro.

arroyo amigoDesconozco las razones que me llevaron a decidirme por un libro cuya presentación anunciaba claramente que estaba dirigido “Para todos. Sobre todo a partir de 13 años”. Despejé rápidamente las nubes de prejuicios que se iban formando en mi mente, que los improbables lectores de estas líneas pueden imaginar fácilmente, y en nombre de un repentino ataque de disciplina, eché mano de “Stalky & Co.”, pues me impuse el mandato de que ya era el momento de conocer lo que un autor tan renombrado como Rudyard Kipling (premio Nobel de literatura en 1907) había alumbrado.
Resultó ser una entretenidísima y magistral novela, efectivamente “para todos” y un precioso canto a la amistad adolescente. Algunos dirán que es una apología del militarismo machote y el imperialismo británico. Allá ellos con su cerrazón. Para mí supuso la puerta de entrada a la obra de un genio que nunca me ha defraudado y un hito en la humilde historia personal de mis lecturas.

Otro de los acontecimientos inolvidables de aquellos lejanos días fue la llamada “Guerra de las Malvinas”, que comenzó el día 2 de abril como absurda ocupación del archipiélago que sus habituales usufructuarios británicos llaman Falkland, por parte del Ejército argentino, alguno de cuyos miembros participantes tenía ya una considerada aureola de valentía, conseguida tras haber practicado el secuestro, la tortura y el asesinato con indefensos conciudadanos en tiempo muy reciente. Recuerdo haber seguido el conflicto por todos los medios de comunicación a mi alcance. Era una guerra del primer mundo. Era la regresión de la idea que sostenían y sostienen algunos sociólogos sobre el fútbol del que dicen que es una sublimación de la guerra. Era una guerra de sahibs, material de primera para que Kipling hubiera engrandecido su obra con historias de pibes, boys o gurkas.

Una vez llegamos a Madrid, fui asignado al domicilio de la hermana mayor, mi tía M.C. que compartía con su esposo, jubilado de RENFE, en la Colonia Erillas, conjunto de viviendas reservadas a funcionarios y trabajadores del Estado y del Ayuntamiento y que nada tenía que ver con el piso de sus hermanas. Supongo que querían apartarme del foco del drama, pues mi madre se alojó en aquel, apenas distante unos cientos de metros del hospital. Gracias a esta decisión, conocí las delicias de tener una habitación propia, la de mi “prima” Alicia, fruto del primer matrimonio de mi anfitrión. Así pude leer y escuchar la radio hasta la hora que creyera conveniente y dormirme “arrullado” con los sonidos nocturnos de una ciudad que mi intuición me decía que era como todo un continente por descubrir.

Lo que no imaginaba es que esta exclusión se extendería a las visitas a la enferma. Supongo que la razón estribaba en que no pensara que estaba tan jodida que hasta uno de los sobrinos había sido movilizado.

Llegada la víspera de la operación, mi tío hizo un aparte conmigo en la cocina, tras el desayuno, para decirme que la intervención quirúrgica iba a prolongarse durante varias horas, que los resultados inmediatos podían ser inciertos y que tanto él como yo no íbamos a ser útiles en el momento y lugar por lo que había programado una excursión al Monasterio de “El Escorial” y luego enseñarme Madrid. Ocurría así que la intención de enajenarme de lo que sucedía me convertía en turista accidental y más me pareció que estaba justificando su ausencia, pues yo bien podía seguir con mis lecturas y ensoñaciones hasta la hora en que los adultos decidieran qué hacer conmigo.

Al día siguiente, temprano, tomamos el tren a San Lorenzo del Escorial y mi tío demostró poseer un gran conocimiento del lugar y un dominio del tempo de las visitas digno de un guía turístico: no en vano había organizado viajes para compañeros y sus familiares desde su cargo de técnico en actividades del tiempo libre. Segoviano de origen, había emigrado niño con su familia al Madrid bohemio y cosmopolita que aglutinó a los profetas y seguidores de todos los ismos artísticos de preguerra que arraigaron en nuestro país. Su primer empleo fue de botones en un banco. Esto y la curiosidad propia de la juventud le convirtieron en un infatigable andariego, manía de la que me beneficiaba aquel día y creo que me inoculó a su vez.

Recuerdo con asombro y envidia, esta vez sí que quería ser mayor, como daba propina a los vigilantes de cada sala, en monedas de veinticinco pesetas, que brindaban una explicación sobre lo contenido en la misma, fueran cuadros, muebles, armaduras… tanto si coincidíamos con un grupo organizado de visitantes como si fuéramos los únicos curiosos.

También recuerdo especialmente la biblioteca por la rareza de presentar los libros con el lomo encarado hacia el interior de las estanterías para que las páginas estuvieran aireadas, según nos informó el vigilante de turno. El culmen de la admiración fueron el pudridero y la cripta reales, el primero por lo explicito de su denominación, que descartaba toda pregunta sobre su empleo y la segunda por su contenido y el reducido tamaño de los féretros depositados.

Unos bocadillos después, engullidos ante la inquietante mirada de una vaca y en la carretera que conducía a la Casita del Príncipe, que también visitamos, mi cicerone decretó el regreso a Madrid para el gran tour capitalino pedestre.
No tengo en la memoria muy claro el recorrido y si añado imágenes de posteriores estancias, pero sí recuerdo la sucesión de edificios de distintos estilos arquitectónicos y la cantidad avasalladora de datos que me fue desgranando. Avistamos el teatro “María Guerrero”, el Templo de Debod, la sede de Telefónica llamada “Edificio del coño”, atravesamos el Viaducto… aunque lo que más fidedignamente recuerdo es de lo que un camarero le estaba enterando a un parroquiano en una cervecería donde abrevábamos, cervecería bizarra de las que se alfombraban con cáscaras de gambas, colillas, servilletas de papel, palillos, escupitajos y serrín: la noche anterior Juanito, Camacho y Santillana habían estado allí. Mi vista recorrió todo el interior del local, clasificable en la media distancia que va de sencillo a cutre, para intentar retener en la memoria y de por vida el local donde unos de mis ídolos futbolísticos se habían tomado unas cañas.

Al final del día, llegaron las buenas noticias: la operación había resultado un éxito y las probabilidades de mejoría del estado de salud de mi tía P. aumentarían, sin duda, conforme el paso de las horas. Quizás como en muchas ocasiones, los médicos se curaron en salud, poniendo el acento sobre los datos más negativos del caso, consiguiendo así, aunque de manera involuntaria, que su actuación resultara tan próxima al milagro, como anteriormente el estado de la paciente lo estuviera del desahucio.

El día siguiente fue el señalado para la partida. No había ya nada que hacer en Madrid y entonces me fue dado el visitar a mi tía, que encontré en bastantes buenas condiciones, para mi pobre entender de adolescente, tras haber sido operada bordeando el último tránsito.

Esta vez no hubo depresión posvacacional como cuando era un crío, no hubo tiempo y todavía trataba de analizar todo lo que había sucedido a mi alrededor. Además el regreso coincidió con la reanudación de las clases. Eso sí, fui consciente de que había visitado el Planeta Adulto, sin ningún género de dudas. Aunque sus habitantes solamente hubieran contado conmigo en parte, me habían permitido penetrar en su particular biosfera conductiva. También fui consciente de que no conocía a nadie con quien comentar tan extraña experiencia, pues de todo este episodio ¿qué podía despertar el interés de algún compañero de estudios o de algún amigo?

Las siguientes semanas certificaron la evolución positiva de la salud de mi tía. El diagnóstico final, dicho en palabras de mi madre, es que “le habían limpiado todo el cáncer “.

Esas mismas semanas y el potencial bélico de los británicos bastaron para devolver la propiedad de las islas en disputa a Su Graciosa Majestad: más de mil muertos en setenta y cuatro días por una cuestión de titularidad nominal. Más de mil nombres a incorporar, en desigual reparto, los perdedores siempre ganan en esta contabilidad, en el martirologio de ambas naciones.
Los estudios, la decepcionante actuación de la Selección española de fútbol en el Mundial propio y las vacaciones hicieron que olvidara muchos detalles de los sucesos de aquellos días en Madrid, pero no el haberme asomado a otro mundo paralelo al que no tardaría mucho en ser obligado a ingresar.

Siete años después, casi por la misma época, volvieron las noticias negativas sobre el cáncer de mi tía ya que este se reprodujo. Según palabras de mi madre lo tenía “salpicado por todo el cuerpo”. En esta ocasión no había indicios sobre la posibilidad de ser operada de nuevo sino de un inminente y fatal desenlace. Como en la anterior ocasión, estas no fueron las palabras utilizadas, ni siquiera mencionó que fuera a suponer el final para su hermana, pero no había lugar a la duda observando el lenguaje no verbal que consistió en un desconsolado y desesperanzador llanto.

Yo era entonces un parado de más o menos larga duración, aunque la novedosa calificación del desempleo instaurada por el gobierno me agrupaba con los demandantes de primer empleo, esta vez lo buscaba con contrato. Ni que decir tiene que no hubo que requerirme para las labores de acompañamiento. Mi hermano ya estaba empleado por si faltaban más excusas en su historial escapista.

Para este viaje determiné llevarme otro libro de Kipling, sin detenerme a pensar que intentara atraer la suerte para la salud de mi enferma, aunque en algún recóndito rincón de mi cerebro y en otro de mi corazón así lo deseaba. No era un impulso supersticioso ni fetichista. Descartada la nebulosa de ideas católicas imbuidas durante la infancia desde la escuela y la parroquia y supervisadas por mi madre, desarrollé en la adolescencia manías poco complicadas y ejercidas con no mucho convencimiento como llevar las mismas prendas deportivas, si lo permitía la uniformidad, en los partidos de fútbol que disputaba en los torneos del barrio o en los de la liga del instituto; usar el mismo bolígrafo en todos los exámenes o afeitarme los viernes (más bien despejar mi rostro del vello adolescente) y alguna otra tontería que acabaron siendo descartadas, sin fecha concreta, comprobada su inutilidad fehacientemente.

El libro en cuestión era un volumen de la editorial Bruguera que, siguiendo la costumbre de los editores del país, consistía en una recopilación de trece relatos que originalmente se hallaban repartidos en diversas colecciones concebidas por su autor, pero agrupados aquí bajo no se sabe qué criterios. Su título, “Arroyo amigo”, lo tomaba del primer relato seleccionado. He de confesar que aparte de los motivos antedichos, influyeron en mi elección el poético título y la impresionante imagen de la portada, fotografía artísticamente borrosa de dos soldados británicos buscando la gloria por el camino más corto, la muerte prematura, probablemente durante al 1ª Guerra Mundial, que en su momento también me indujeron a adquirirlo.

Durante el trayecto leí, aunque no por orden de presentación, algunas de las narraciones, como la bella y previsible que da título al volumen; “La iglesia de Antioquia”, que sugiere haber sido fuente de inspiración para los “Relatos romanos” del mejor Graves de ficción en su libro recopilatorio “El grito y otros relatos”; “Una virgen de las trincheras”, ejemplo de la naturalidad con la que el autor, mediante sus personajes, trata la truculencia de la guerra y las apariciones… en fin, hice lo posible por estar entretenido y saborear la prosa del genio de Bombay durante unas cuantas horas y de paso, cobardemente, escapar de la dolorosa realidad contra la que nada podía hacer y que afectaba hondamente a mi madre. No pudiendo consolar a una persona que casi me triplicaba en edad y me centuplicaba en sufrimiento, elegí la lectura.
Una vez llegados a Madrid, no hubo hospital del que apartarme. Esa misma tarde mi tía había sido desahuciada y trasladada a su domicilio, donde agonizaba en una habitación que yo recordaba haber sido comedor con ventana a la carretera de Andalucía y al skyline, perdón por el palabro, dominado por el Pirulí. Esta vez sí me fue dado contemplarla en su lecho de muerte, pálida y avejentada, dolorida y también fui testigo de cómo mi madre mintió, como solo una madre cree que debe hacerlo cuando le dijo: “¡Ay, pero qué guapa estás…!” en un tono tan lastimero y tan próximo al llanto como inversamente alejado de la alegría y de la realidad, pero ejecutado con las entrañas y el alma de una buena hermana, como si existiera la posibilidad de que sus palabras pudieran tener algún poder curativo o, cuanto menos, paliativo.

Volví a ser enviado con mi tía M.C. y su marido al barrio de Vallecas. Aunque no hubo habitación propia, pues ya no dormían juntos, tampoco perdí comodidad, ya que fui ubicado en el salón comedor con amplio sofá-cama, televisor y la potestad de leer hasta las tantas. Tampoco hubo ninguna guerra llamativa por sus contendientes y que apeteciera seguir, hay que recordar que el volcán balcánico aún tardaría en eructar toda su materia letal.
Descartado el milagro científico, sólo quedaba esperar. Curiosamente uno de los relatos que leí en aquella madrugada fue “El jardinero”, cuya temática aborda el amor materno-filial que se da entre una tía y su sobrino y en el que paradójicamente no es ella la que muere.

Sobre las ocho y pico de la mañana mi tío me despertó. Se había producido el fallecimiento en el nicho que desde hacía años tantos años había habitado. En seguida escuché de fondo el llanto de la mayor de las hermanas de mi madre.
Los tres nos maqueamos rápidamente y emprendimos la travesía de Madrid en taxi. Era un día soleado y sin muerte para todos los que se encontraban a nuestro alrededor.

Cuando llegamos, la vivienda, provisionalmente reconvertida en tanatorio, se había llenado de personas, algunas desconocidas para mí y otras que poco a poco fui reconociendo y saludando. Entre estas mi tío y su hijo llamados como yo, que parecían tan cohibidos como unos críos que no supieran lo que hacer, actitud endémicamente familiar (también la he sorprendido en mi hermano) y que consiste en mirar cabizbajo al suelo y a los lados, como intentando no obstaculizar el paso a ninguno de los presentes, y una de las vecinas, esposa de policía y la más próxima a mí en edad, y que parecía haberse hecho cargo de la situación repartiendo sencillas palabras de consuelo entre los dolientes. Para mi tía J. no había tal, pues no cesaba en una letanía consistente en la combinatoria de llanto y mantra:”Ay, mi hermana”, mientras mi madre le conminaba a ponerle fin argumentando que :”te vas a poné peó de losojo”. Al mismo tiempo me ordenó ayudar a amortajar a la difunta, vista la incapacidad del resto de los hombres, pero al momento de penetrar en la habitación, fui suavemente conducido al salón por la joven vecina que hizo pasar a mi madre y a otra mujer que no me fue presentada.

Alcancé a ver el rostro de mi tía P. que presentaba una asombrosa expresión de serena relajación a diferencia de la víspera en que su sufrimiento era patente, casi contagioso, y que le impidió dirigirme la palabra. Tan sólo me dirigió una mirada y me pregunto desde entonces si llegó a reconocerme. Sin duda alguna en aquellos momentos ya descansaba en paz. Recuerdo, por último, sus pechos desnudos blanquecinos y bamboleantes antes de que la puerta fuera cerrada a mis espaldas.

Cuando pudo ser velada, vestía un traje blanco de una pieza que la hacía parecer más joven y sujetaba entre sus manos, si es que los difuntos pueden hacerlo, un pequeño crucifijo metálico de color plateado.

En cuanto mi tía J. se tranquilizó un poco, hice labores de lazarillo acompañándola a la sucursal bancaria habitual, para que pudiera retirar el dinero suficiente para hacerse cargo de los gastos más inmediatos.

Todos los parientes allí reunidos acordaron acompañar, al día siguiente, el cadáver, hasta el pueblo, excepto mi madre, con la que volví a Barcelona, pues los otros dos hombres de la casa necesitaban de sus servicios.

Creo que demostré estar integrándome bien en el mundo adulto o quizás menos desentendido del mismo, exceptuando mi vergonzante actitud en el viaje de ida. En las treinta y tantas horas pasadas fuera de casa y como nuevo episodio tendente a afianzar dicha integración, me llegó una carta en la que una conocida empresa catalana de supermercados aceptaba mi solicitud de trabajo cuyo envío ya casi había olvidado. La vida seguía su curso y me iba aclarando el futuro, el más inmediato, pero pensé que para mi tía todo había sido destruido.

Algunos cadáveres más tarde, incluido el de mi padre, y a día de hoy, ignoro si es sintomático del estado de plena madurez, afirmo que creo en pocos conceptos abstractos que otros calificarían de trascendentes, algunos imprescindibles para la vida en sociedad.

He perdido la confianza en la especie humana, aunque a veces conozco a personas que me hacen concebir la esperanza de que me equivoque. Sólo me consuela de esta pérdida el pensar que cuando yo no esté en el mundo de los vivos, seguirá habiendo días de límpido cielo azul y de un sol amigablemente cálido y algunas de aquellas personas que me hayan conocido y quizás amado, escriban algo sobre mí, para seguir viviendo en sus papeles. Lo agradecería.

Los días que el desconsuelo me vence, pienso si no sería mejor, para evitar todo sufrimiento y decepción, sentirse como declara Umr Singh, el protagonista del relato de Kipling “Una guerra de sahibs”: “El resto es como un desierto… o como mi mano… o como mi corazón. Vacío, Sabih, ¡todo vacío!”.

Cortesía de Ricardo M. López Bella

Relato de una conversión, por Satur

Gusto de andar escotero, ya sea por las corredoiras de mi aldea camino del pueblo donde trabajo como contable en una funeraria, ya sea por las calles de Nit Yord o Ciudad Rodrigo, sitios que nunca he pisado salvo con los pieses de mi imaginación. Mi amigo Bremanel me dijo que Pedro Antonio buscaba nuevos talentos para que escribieran en su blot. Podía escribir algún texto relacionado con los libros, la política, los viajes o cualesquisieren experiencias autobiográficas que me pasaran a mí en consunción consuetudinaria con la cronología propia. De ahí que os cuente que cierto día, jaleado por los vientos, decidiera visitar alguna tierra ignota y exótica a la que me dirigí sin pensarlo tomando el autogús. «Uno para Madrid», le dije a la señorita de pelo rubio y crespo, labios como almohadas y senos punzantes que expedía los billetes. «Cómo está la Chakira, ¿eh?», me dijo mi primo Efrén, que vino a despedirme y es un tanto primario.

Como hacía siete años que no pasaba de Lugo disfruté enormemente del viaje. Como decía una Muno:

«Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas, sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde severo y perenne, que pasan lentamente espaciadas, o de tristes pinos que levantan sus cabezas uniformes. De cuando en cuando, a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda. De ordinario anuncian estos álamos al hombre: hay por allí algún pueblo, tendido en la llanura al sol, tostado por éste y curtido por el hielo, de adobes muy a menudo, dibujando en el azul del cielo la silueta de su campanario».

Y así, a la orilla de un pobre regato medio seco llamado Manzanares, llegué a Madrid, donde no se dibujaba la silueta de ningún campanario, sino la de cuatro torres muy altas que han dejado el Pirulí hecho una birria.

Ni corto ni perezoso tomé un tasis. Era la primera vez que tomaba un tasis y decidí disfrutar de la experiencia, aunque fue un tanto penosa. El tasista ni escuchaba la COPE, ni se metió con Zapatero o los comunistas, ni echó pestes del Barsa. Eso sí, me preguntó que por dónde quería que fuera al hotel. Yo le respondí que si no lo sabía él menos lo iba a saber yo. No se lo tomó muy bien, la verdad, y aunque no lanzó denuestos, sí puso cara de odiarme mucho, a lo que yo respondí frunciendo el ceño, chasqueando la lengua y resoplando por las narices. No entiendo esto de los tasis. Me salió más caro que el billete de autogús. Luego miraré el trayecto en el Googlet Macks.

Ya en el hotel, decidí darme un baño relajante con espuma. Llené de agua la pica del lavabo, puse jabón, lo batí bien y vertí poco a poco la espuma resultante en la bañera. Encendí unas velas, las coloqué por el suelo y me puse música de fondo: el Wash your hands here, de los Pint Flock, el Amarcord de Mike Oddfind y esa canción de Bock Dyland que dice «not, not, nothing of headers doll, nianinooooniaaaanooooo».

Ya repuesto de las inclemencias que asolan a todo viajero, me lancé a conquistar la ciudad. Llegué a la Puerta del Sol, la del Quince Ene, subí por Montera hacia Gran Vía e hice un hallazgo extraordinario. Se acercaron a mí varias muchachas la mar de simpáticas. No me había pasado en la vida. Vestían en general vaqueros ceñidos y llevaban bolsos altisonantes. Se dirigían a mí con delicadeza, tratándome de «cariño». ¿Quiénes serían estas lindas ninfas? Sin duda vírgenes en busca del amor verdadero. Quedé enternecido. Estuve a punto de entregarme, mas una duda asaltó mi mente: ¿y si no fuera yo la persona adecuada para expandir sus horizontes vitales? No soy un príncipe azul, precisamente. Una vez incluso me masturbé pensando en mi vecina. Por no hablar de la película con dos rombos que vi cuando tenía 17 años y me quedé solo en casa mientras mis padres se fueron al entierro del tío Amós. Soy un ser sucio y condenado de por vida. Lo que en ningún caso puedo hacer es pudrirle la vida a nadie, y menos a una ingenua muchacha que se acerca a mí con la pureza de sus ojos posándose en los míos. No, definitivamente tenía que dejarlas allí. Me despedí de la más insistente recitándole una poesía de Gustavo Adolfo Beckett.

Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz:
eso eres tú.

La dejé sin habla.

Dediqué el resto del día al caminar melancólico. Agotado ya, me senté en una terraza para ver pasar a la gente mientras libaba mi bebida favorita, una fanta caliente. Pasaban hombres afanosos y unas chicas… ¡Qué diferencia con las otras! Éstas, no contentas con enseñar los tobillos, ¡enseñaban hasta las manzanillas del culo! Andaban como fatigadas tras una orgía anaeróbica de sudores y cinética febril. El contraste me sumió en la desesperación. Qué cosa son las ciudades, baúl de cachivaches, jaula de todo lo imaginable. Sospeché que serían esas señoritas que fuman y de las que habla mi primo Efrén. Trabajan en cluts de alterne y hacen cosas contra natura. Me sorprendió que hubiera tantas. Es tanta la algarabía centrífuga y giróvaga de la urbe.

Acabada mi fanta caliente me apresuré a tomar otra en la terraza del Café del Espejo. A mi lado tertuliaban cuatro personas. Dos hombres de franca apostura, una chica hermosa y recatada y un gañancejo que se tomó primero una horchata y luego dos cervezas. Hablaban de todo, de historia y de literatura, y dieron por terminar en el balompié. El gañancejo era del Adleti, como uno de los francos apuestos, que al saber que la hermosa era del Madrid le dijo que no se podía dar más poder al poder, y se levantó para recitar un fragmento del Quijote:

— Bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: «¡Viva quien vence!».

Aquello me dejó a cuadros. Después de haber sido del Celta, del Deportivo, de la Cultural Leonesa, del Calvo Sotelo y del Barsa pensé que iba a asentar mi hooliganismo en el Real Madrid, combinado del que soy seguidor a muerte desde hace un año más o menos. Morinyo ha sido mi guía vital, y mis generales Ronaldo, Higüalín, Pepet y Concentrado. De hecho, pensaba acudir al día siguiente al polideportivo que el combinado merengue elevó en la Castellana y que recibe el excelso nombre de Santiago Bernabé. Pero aquel gesto revolucionario me llegó al alma. ¿Era yo un vendido al poder? Sí. Había errado mi camino vitoreando al opresor, me sentía pieza de un engranaje demoledor que aniquilaba el alma de miles de súdbitos entregados sin razón a una bandera blanca. ¿Y ahora? ¿Qué era ahora? Un hombre sin credo, un desposeído, un cascarón vacío junto a una papelera. En mi celebro comenzó a sonar una música que llegaba del fondo de mis entrañas, primero tenue como la respiración de un cordero durmiente, luego cada vez más cercana, más tersa, más vibrátil, más enardecedora. ¡¡Adleeeti, Adleeeti!!

Yo me voy al Manzanares,
al estadio Vicente Calderón,
donde acuden a millares
los que gustan de un fútbol de emoción.

Y aún más, sobreponiéndose a ésta, un cántico ancilar, una nube de tradición, una tormenta intrahistórica que fogosa apagaba el eco de mis desdichas. El himno del Metropolitano:

Rey de la furia española, futre
club altivo y generoso.
Eres de España aureola
y del fútbol el coloso.
En la Liga y en la Copa
y encuentro internacional.
Eres siempre tú el primero,
eres siempre tú el primero,
por tu juego sin igual.
Atlético de Madrid
Atlético de Madrid
Yo seré tu seguidor
yo contigo hasta morir.

Sí, ya soy del Adleti. He visto en Youtoubed todos los goles de Pablo Futrel, de Camionero, la elegancia defensiva de López, la excelsitud resolutiva de Milinko Pantick. Yo ahora soy del Cebolla Rodríguez, del Chelo Simenone. Sí, yo ahora soy un indio, un adlético de toda la vida. Temblar, culets; temblar, merengues. Satur is back.

Regeneración

Decía hace unas semanas (¡cómo pasa el tiempo!) que en nuestra política falta el calcio de las ideas claras, los principios universales y el discurso compartido. Un esqueleto sin calcio propende al raquitismo y a la osteoporosis, y de ahí a la quiebra de la estructura portante sólo hay un suspiro.

Confieso que, en mi ingenuidad, llegué a pensar que había principios en los que todos estábamos de acuerdo: no matar, no robar, no mentir y así… para acabar dándome cuenta de que la vigencia de los preceptos coactivos confirma que matar, robar o mentir no es algo extraordinario. El cartel de «Prohibido mear en las paredes» informa de una prohibición, pero la primera noticia que ofrece es que hay gente que mea habitualmente en la pared.

Por la misma razón, la existencia de plastas que damos la chapa a los políticos no se debe ni a la afición ni a un ciclo estacional como el de la migración de la golondrina, sino más bien a la proliferación excesiva de tipos que disfrutan meando en nuestras paredes.

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Libro de la niebla
BÚSQUEDA

Del día las horas moribundas de la noche
De las ciudades la broza de los barrios
Del perro que arrastra su jirón de carne por la acera
La luz que titubea en sus pestañas
Del desconocido el viaje de tus ojos en los míos
Los labios que borraban los ángulos del cuello
Los altos muros de la cárcel
En que te encerraba y destellabas
La mano que abre las alas
Y me vacía de invierno.

Gloria Trinidad. Libro de la niebla.
Editorial Amargord