Corría el año1982 y concretamente se aproximaban las vacaciones de Semana Santa, oasis en la complicada existencia del bupero que yo era entonces (¡ay, que después vendría la vida entera con todo su peso), aunque para ser sincero no corrían los días, pues en mi infancia y adolescencia muchos de estos eran deliciosamente calmos y quizás así los percibía por contraria razón a lo que pensaban muchos de mis coetáneos y es que yo nunca tuve prisa por llegar a ser adulto y, supuestamente, tomar el control de mis actos y hacer “cosas de mayores” del tipo que fueran. De hecho y en la actualidad, no me he acostumbrado a ser adulto, sea cual sea la naturaleza de tal expresión, y como consecuencia de lo anterior, buena parte de mi existencia se puede contar como una acumulación de hechos calamitosos. Para colmo, tengo la desagradable y desesperante sensación, desde que regresé del Servicio Militar, periodo que marcaba para muchos el inicio de la plena madurez masculina, de que los días se esfuman, burlona o estúpidamente, según la ocasión. Bueno, pues transcurría el antedicho año y las susodichas vacaciones estaban al caer, cuando mi madre recibió y transmitió la noticia a la unidad familiar de que su hermana pequeña, la tía P., además de padecer un cáncer intestinal, debía ser operada del mismo con cierto riesgo para su vida. Evidentemente estas no fueron las palabras utilizadas por mi hacedora, pero son las más cercanas y sirven bien a este escrito.
Mi tía vivía en Madrid, en un piso de un bloque-colmena de la periferia sur con otra hermana, la tía J. y los viejos acordaron que mi madre debía estar allí en momentos tan delicados y que yo la acompañaría. La inclusión de mi persona en esta expedición tenía como fundamento servir de lazarillo a otra funcionalmente semianalfabeta cual era mi madre. Hacía algunos años que se me asignaban estas tareas de acompañamiento y otras de las que mi hermano hábilmente se había liberado y que consistían en visitar el nicho familiar, el día de difuntos, donde se encontraban los restos de mi tío J., que regentaba la pensión donde mi madre echaba una mano y ennovió con mi padre; hacer de porteador los sábados de las vacaciones escolares desde el mercado de Santa Catalina hasta casa con parte de la compra semanal; escribir las postales y cartas con todo tipo de felicitaciones a los familiares de cualquier nivel de consaguinidad, ya fueran cumpleaños, onomásticas, navidades y años nuevos, aunque estas últimas festividades fueron recortadas cuando mis padres las seleccionaron para la vía telefónica.
Ante la perspectiva del viaje y la estancia, la única previsión que se me ocurrió cumplir, fue la de escoger un libro aun sin saber que pudiera tener algunas horas de ocio, además de las que ocuparían el trayecto del tren más directo a la antigua capital imperial, pues uno nunca sabe cuanto tiempo puede consumir la agonía de otro.
Desconozco las razones que me llevaron a decidirme por un libro cuya presentación anunciaba claramente que estaba dirigido “Para todos. Sobre todo a partir de 13 años”. Despejé rápidamente las nubes de prejuicios que se iban formando en mi mente, que los improbables lectores de estas líneas pueden imaginar fácilmente, y en nombre de un repentino ataque de disciplina, eché mano de “Stalky & Co.”, pues me impuse el mandato de que ya era el momento de conocer lo que un autor tan renombrado como Rudyard Kipling (premio Nobel de literatura en 1907) había alumbrado.
Resultó ser una entretenidísima y magistral novela, efectivamente “para todos” y un precioso canto a la amistad adolescente. Algunos dirán que es una apología del militarismo machote y el imperialismo británico. Allá ellos con su cerrazón. Para mí supuso la puerta de entrada a la obra de un genio que nunca me ha defraudado y un hito en la humilde historia personal de mis lecturas.
Otro de los acontecimientos inolvidables de aquellos lejanos días fue la llamada “Guerra de las Malvinas”, que comenzó el día 2 de abril como absurda ocupación del archipiélago que sus habituales usufructuarios británicos llaman Falkland, por parte del Ejército argentino, alguno de cuyos miembros participantes tenía ya una considerada aureola de valentía, conseguida tras haber practicado el secuestro, la tortura y el asesinato con indefensos conciudadanos en tiempo muy reciente. Recuerdo haber seguido el conflicto por todos los medios de comunicación a mi alcance. Era una guerra del primer mundo. Era la regresión de la idea que sostenían y sostienen algunos sociólogos sobre el fútbol del que dicen que es una sublimación de la guerra. Era una guerra de sahibs, material de primera para que Kipling hubiera engrandecido su obra con historias de pibes, boys o gurkas.
Una vez llegamos a Madrid, fui asignado al domicilio de la hermana mayor, mi tía M.C. que compartía con su esposo, jubilado de RENFE, en la Colonia Erillas, conjunto de viviendas reservadas a funcionarios y trabajadores del Estado y del Ayuntamiento y que nada tenía que ver con el piso de sus hermanas. Supongo que querían apartarme del foco del drama, pues mi madre se alojó en aquel, apenas distante unos cientos de metros del hospital. Gracias a esta decisión, conocí las delicias de tener una habitación propia, la de mi “prima” Alicia, fruto del primer matrimonio de mi anfitrión. Así pude leer y escuchar la radio hasta la hora que creyera conveniente y dormirme “arrullado” con los sonidos nocturnos de una ciudad que mi intuición me decía que era como todo un continente por descubrir.
Lo que no imaginaba es que esta exclusión se extendería a las visitas a la enferma. Supongo que la razón estribaba en que no pensara que estaba tan jodida que hasta uno de los sobrinos había sido movilizado.
Llegada la víspera de la operación, mi tío hizo un aparte conmigo en la cocina, tras el desayuno, para decirme que la intervención quirúrgica iba a prolongarse durante varias horas, que los resultados inmediatos podían ser inciertos y que tanto él como yo no íbamos a ser útiles en el momento y lugar por lo que había programado una excursión al Monasterio de “El Escorial” y luego enseñarme Madrid. Ocurría así que la intención de enajenarme de lo que sucedía me convertía en turista accidental y más me pareció que estaba justificando su ausencia, pues yo bien podía seguir con mis lecturas y ensoñaciones hasta la hora en que los adultos decidieran qué hacer conmigo.
Al día siguiente, temprano, tomamos el tren a San Lorenzo del Escorial y mi tío demostró poseer un gran conocimiento del lugar y un dominio del tempo de las visitas digno de un guía turístico: no en vano había organizado viajes para compañeros y sus familiares desde su cargo de técnico en actividades del tiempo libre. Segoviano de origen, había emigrado niño con su familia al Madrid bohemio y cosmopolita que aglutinó a los profetas y seguidores de todos los ismos artísticos de preguerra que arraigaron en nuestro país. Su primer empleo fue de botones en un banco. Esto y la curiosidad propia de la juventud le convirtieron en un infatigable andariego, manía de la que me beneficiaba aquel día y creo que me inoculó a su vez.
Recuerdo con asombro y envidia, esta vez sí que quería ser mayor, como daba propina a los vigilantes de cada sala, en monedas de veinticinco pesetas, que brindaban una explicación sobre lo contenido en la misma, fueran cuadros, muebles, armaduras… tanto si coincidíamos con un grupo organizado de visitantes como si fuéramos los únicos curiosos.
También recuerdo especialmente la biblioteca por la rareza de presentar los libros con el lomo encarado hacia el interior de las estanterías para que las páginas estuvieran aireadas, según nos informó el vigilante de turno. El culmen de la admiración fueron el pudridero y la cripta reales, el primero por lo explicito de su denominación, que descartaba toda pregunta sobre su empleo y la segunda por su contenido y el reducido tamaño de los féretros depositados.
Unos bocadillos después, engullidos ante la inquietante mirada de una vaca y en la carretera que conducía a la Casita del Príncipe, que también visitamos, mi cicerone decretó el regreso a Madrid para el gran tour capitalino pedestre.
No tengo en la memoria muy claro el recorrido y si añado imágenes de posteriores estancias, pero sí recuerdo la sucesión de edificios de distintos estilos arquitectónicos y la cantidad avasalladora de datos que me fue desgranando. Avistamos el teatro “María Guerrero”, el Templo de Debod, la sede de Telefónica llamada “Edificio del coño”, atravesamos el Viaducto… aunque lo que más fidedignamente recuerdo es de lo que un camarero le estaba enterando a un parroquiano en una cervecería donde abrevábamos, cervecería bizarra de las que se alfombraban con cáscaras de gambas, colillas, servilletas de papel, palillos, escupitajos y serrín: la noche anterior Juanito, Camacho y Santillana habían estado allí. Mi vista recorrió todo el interior del local, clasificable en la media distancia que va de sencillo a cutre, para intentar retener en la memoria y de por vida el local donde unos de mis ídolos futbolísticos se habían tomado unas cañas.
Al final del día, llegaron las buenas noticias: la operación había resultado un éxito y las probabilidades de mejoría del estado de salud de mi tía P. aumentarían, sin duda, conforme el paso de las horas. Quizás como en muchas ocasiones, los médicos se curaron en salud, poniendo el acento sobre los datos más negativos del caso, consiguiendo así, aunque de manera involuntaria, que su actuación resultara tan próxima al milagro, como anteriormente el estado de la paciente lo estuviera del desahucio.
El día siguiente fue el señalado para la partida. No había ya nada que hacer en Madrid y entonces me fue dado el visitar a mi tía, que encontré en bastantes buenas condiciones, para mi pobre entender de adolescente, tras haber sido operada bordeando el último tránsito.
Esta vez no hubo depresión posvacacional como cuando era un crío, no hubo tiempo y todavía trataba de analizar todo lo que había sucedido a mi alrededor. Además el regreso coincidió con la reanudación de las clases. Eso sí, fui consciente de que había visitado el Planeta Adulto, sin ningún género de dudas. Aunque sus habitantes solamente hubieran contado conmigo en parte, me habían permitido penetrar en su particular biosfera conductiva. También fui consciente de que no conocía a nadie con quien comentar tan extraña experiencia, pues de todo este episodio ¿qué podía despertar el interés de algún compañero de estudios o de algún amigo?
Las siguientes semanas certificaron la evolución positiva de la salud de mi tía. El diagnóstico final, dicho en palabras de mi madre, es que “le habían limpiado todo el cáncer “.
Esas mismas semanas y el potencial bélico de los británicos bastaron para devolver la propiedad de las islas en disputa a Su Graciosa Majestad: más de mil muertos en setenta y cuatro días por una cuestión de titularidad nominal. Más de mil nombres a incorporar, en desigual reparto, los perdedores siempre ganan en esta contabilidad, en el martirologio de ambas naciones.
Los estudios, la decepcionante actuación de la Selección española de fútbol en el Mundial propio y las vacaciones hicieron que olvidara muchos detalles de los sucesos de aquellos días en Madrid, pero no el haberme asomado a otro mundo paralelo al que no tardaría mucho en ser obligado a ingresar.
Siete años después, casi por la misma época, volvieron las noticias negativas sobre el cáncer de mi tía ya que este se reprodujo. Según palabras de mi madre lo tenía “salpicado por todo el cuerpo”. En esta ocasión no había indicios sobre la posibilidad de ser operada de nuevo sino de un inminente y fatal desenlace. Como en la anterior ocasión, estas no fueron las palabras utilizadas, ni siquiera mencionó que fuera a suponer el final para su hermana, pero no había lugar a la duda observando el lenguaje no verbal que consistió en un desconsolado y desesperanzador llanto.
Yo era entonces un parado de más o menos larga duración, aunque la novedosa calificación del desempleo instaurada por el gobierno me agrupaba con los demandantes de primer empleo, esta vez lo buscaba con contrato. Ni que decir tiene que no hubo que requerirme para las labores de acompañamiento. Mi hermano ya estaba empleado por si faltaban más excusas en su historial escapista.
Para este viaje determiné llevarme otro libro de Kipling, sin detenerme a pensar que intentara atraer la suerte para la salud de mi enferma, aunque en algún recóndito rincón de mi cerebro y en otro de mi corazón así lo deseaba. No era un impulso supersticioso ni fetichista. Descartada la nebulosa de ideas católicas imbuidas durante la infancia desde la escuela y la parroquia y supervisadas por mi madre, desarrollé en la adolescencia manías poco complicadas y ejercidas con no mucho convencimiento como llevar las mismas prendas deportivas, si lo permitía la uniformidad, en los partidos de fútbol que disputaba en los torneos del barrio o en los de la liga del instituto; usar el mismo bolígrafo en todos los exámenes o afeitarme los viernes (más bien despejar mi rostro del vello adolescente) y alguna otra tontería que acabaron siendo descartadas, sin fecha concreta, comprobada su inutilidad fehacientemente.
El libro en cuestión era un volumen de la editorial Bruguera que, siguiendo la costumbre de los editores del país, consistía en una recopilación de trece relatos que originalmente se hallaban repartidos en diversas colecciones concebidas por su autor, pero agrupados aquí bajo no se sabe qué criterios. Su título, “Arroyo amigo”, lo tomaba del primer relato seleccionado. He de confesar que aparte de los motivos antedichos, influyeron en mi elección el poético título y la impresionante imagen de la portada, fotografía artísticamente borrosa de dos soldados británicos buscando la gloria por el camino más corto, la muerte prematura, probablemente durante al 1ª Guerra Mundial, que en su momento también me indujeron a adquirirlo.
Durante el trayecto leí, aunque no por orden de presentación, algunas de las narraciones, como la bella y previsible que da título al volumen; “La iglesia de Antioquia”, que sugiere haber sido fuente de inspiración para los “Relatos romanos” del mejor Graves de ficción en su libro recopilatorio “El grito y otros relatos”; “Una virgen de las trincheras”, ejemplo de la naturalidad con la que el autor, mediante sus personajes, trata la truculencia de la guerra y las apariciones… en fin, hice lo posible por estar entretenido y saborear la prosa del genio de Bombay durante unas cuantas horas y de paso, cobardemente, escapar de la dolorosa realidad contra la que nada podía hacer y que afectaba hondamente a mi madre. No pudiendo consolar a una persona que casi me triplicaba en edad y me centuplicaba en sufrimiento, elegí la lectura.
Una vez llegados a Madrid, no hubo hospital del que apartarme. Esa misma tarde mi tía había sido desahuciada y trasladada a su domicilio, donde agonizaba en una habitación que yo recordaba haber sido comedor con ventana a la carretera de Andalucía y al skyline, perdón por el palabro, dominado por el Pirulí. Esta vez sí me fue dado contemplarla en su lecho de muerte, pálida y avejentada, dolorida y también fui testigo de cómo mi madre mintió, como solo una madre cree que debe hacerlo cuando le dijo: “¡Ay, pero qué guapa estás…!” en un tono tan lastimero y tan próximo al llanto como inversamente alejado de la alegría y de la realidad, pero ejecutado con las entrañas y el alma de una buena hermana, como si existiera la posibilidad de que sus palabras pudieran tener algún poder curativo o, cuanto menos, paliativo.
Volví a ser enviado con mi tía M.C. y su marido al barrio de Vallecas. Aunque no hubo habitación propia, pues ya no dormían juntos, tampoco perdí comodidad, ya que fui ubicado en el salón comedor con amplio sofá-cama, televisor y la potestad de leer hasta las tantas. Tampoco hubo ninguna guerra llamativa por sus contendientes y que apeteciera seguir, hay que recordar que el volcán balcánico aún tardaría en eructar toda su materia letal.
Descartado el milagro científico, sólo quedaba esperar. Curiosamente uno de los relatos que leí en aquella madrugada fue “El jardinero”, cuya temática aborda el amor materno-filial que se da entre una tía y su sobrino y en el que paradójicamente no es ella la que muere.
Sobre las ocho y pico de la mañana mi tío me despertó. Se había producido el fallecimiento en el nicho que desde hacía años tantos años había habitado. En seguida escuché de fondo el llanto de la mayor de las hermanas de mi madre.
Los tres nos maqueamos rápidamente y emprendimos la travesía de Madrid en taxi. Era un día soleado y sin muerte para todos los que se encontraban a nuestro alrededor.
Cuando llegamos, la vivienda, provisionalmente reconvertida en tanatorio, se había llenado de personas, algunas desconocidas para mí y otras que poco a poco fui reconociendo y saludando. Entre estas mi tío y su hijo llamados como yo, que parecían tan cohibidos como unos críos que no supieran lo que hacer, actitud endémicamente familiar (también la he sorprendido en mi hermano) y que consiste en mirar cabizbajo al suelo y a los lados, como intentando no obstaculizar el paso a ninguno de los presentes, y una de las vecinas, esposa de policía y la más próxima a mí en edad, y que parecía haberse hecho cargo de la situación repartiendo sencillas palabras de consuelo entre los dolientes. Para mi tía J. no había tal, pues no cesaba en una letanía consistente en la combinatoria de llanto y mantra:”Ay, mi hermana”, mientras mi madre le conminaba a ponerle fin argumentando que :”te vas a poné peó de losojo”. Al mismo tiempo me ordenó ayudar a amortajar a la difunta, vista la incapacidad del resto de los hombres, pero al momento de penetrar en la habitación, fui suavemente conducido al salón por la joven vecina que hizo pasar a mi madre y a otra mujer que no me fue presentada.
Alcancé a ver el rostro de mi tía P. que presentaba una asombrosa expresión de serena relajación a diferencia de la víspera en que su sufrimiento era patente, casi contagioso, y que le impidió dirigirme la palabra. Tan sólo me dirigió una mirada y me pregunto desde entonces si llegó a reconocerme. Sin duda alguna en aquellos momentos ya descansaba en paz. Recuerdo, por último, sus pechos desnudos blanquecinos y bamboleantes antes de que la puerta fuera cerrada a mis espaldas.
Cuando pudo ser velada, vestía un traje blanco de una pieza que la hacía parecer más joven y sujetaba entre sus manos, si es que los difuntos pueden hacerlo, un pequeño crucifijo metálico de color plateado.
En cuanto mi tía J. se tranquilizó un poco, hice labores de lazarillo acompañándola a la sucursal bancaria habitual, para que pudiera retirar el dinero suficiente para hacerse cargo de los gastos más inmediatos.
Todos los parientes allí reunidos acordaron acompañar, al día siguiente, el cadáver, hasta el pueblo, excepto mi madre, con la que volví a Barcelona, pues los otros dos hombres de la casa necesitaban de sus servicios.
Creo que demostré estar integrándome bien en el mundo adulto o quizás menos desentendido del mismo, exceptuando mi vergonzante actitud en el viaje de ida. En las treinta y tantas horas pasadas fuera de casa y como nuevo episodio tendente a afianzar dicha integración, me llegó una carta en la que una conocida empresa catalana de supermercados aceptaba mi solicitud de trabajo cuyo envío ya casi había olvidado. La vida seguía su curso y me iba aclarando el futuro, el más inmediato, pero pensé que para mi tía todo había sido destruido.
Algunos cadáveres más tarde, incluido el de mi padre, y a día de hoy, ignoro si es sintomático del estado de plena madurez, afirmo que creo en pocos conceptos abstractos que otros calificarían de trascendentes, algunos imprescindibles para la vida en sociedad.
He perdido la confianza en la especie humana, aunque a veces conozco a personas que me hacen concebir la esperanza de que me equivoque. Sólo me consuela de esta pérdida el pensar que cuando yo no esté en el mundo de los vivos, seguirá habiendo días de límpido cielo azul y de un sol amigablemente cálido y algunas de aquellas personas que me hayan conocido y quizás amado, escriban algo sobre mí, para seguir viviendo en sus papeles. Lo agradecería.
Los días que el desconsuelo me vence, pienso si no sería mejor, para evitar todo sufrimiento y decepción, sentirse como declara Umr Singh, el protagonista del relato de Kipling “Una guerra de sahibs”: “El resto es como un desierto… o como mi mano… o como mi corazón. Vacío, Sabih, ¡todo vacío!”.
Cortesía de Ricardo M. López Bella